SAN POMPILIO MARIA PIRROTTI
delle Scuole Pie
Versione espanol
Declarado venerable por Gregorio XVI en 1830,
beatificado por León XIII en 1890 y canonizado
por Pío XI el 19 de marzo de 1934; se llamó
Domingo en el mundo. Nació en Montecalvo
Irpino ( Avellino ) Italy, lugar no lejos de
Benevento, en la Apulia, el 29 de septiembre
de 1710. Recibió una educación muy esmerada y
cristiana. Desde sus primeros años fue
devotísimo de la Virgen, amante de los pobres
y de los niños, a quienes enseñaba el
catecismo. A los dieciséis años, el 2 de
febrero de 1726, vistió la sotana de los
clérigos de la Virgen María de las Escuelas
Pías, en Nápoles. Al emitir los votos
religiosos, el 25 de marzo del siguiente año,
mudó su nombre por el de Pompilio María de San
Nicolás. Cursó brillantemente la filosofía y
teologia en los colegios de las Escuelas Pías
de Teate y Ferente, sucesivamente. Fue
ordenado de sacerdote el 20 de marzo de 1734.
Durante largos años ejerció el oficio de
maestro de novicios en el colegio de Nápoles.
Gozó fama de gran predicador en la capital del
reino de las dos Sicilias; fue propagador en
Italia de la naciente devoción al Sagrado
Corazón de Jesús, de la comunión frecuente y
diaria y de la devoción a las almas del
Purgatorio. Fueron tantos los prodigios que
obró, así en vida como después de su muerte,
que se le llama el taumaturgo de Nápoles. Se
durmió en el Señor en Campi di Lecce (Salentino)
el 15 de julio de 1766.
San Pompilio fue llamado "El Taumaturgo de
Nápoles" (Taumaturgo es el que consigue
milagros, el que obra prodigios). Nació en
Montecalvo Irpino (Italia) en 1710, de una
familia adinerada y de mucho abolengo, o sea,
con antepasados que habían sido famosos e
importantes.Cuando apenas tenía diez años se
encontró en el sótano de su casa un cuadro
antiquísimo de la Sma. Virgen y quitándole el
polvo, lo colocó en su habitación y le dijo a
la mamá: "Un día, cuando yo sea sacerdote,
vendré y celebraré la misa delante de este
cuadro". Sus hermanos se reían pero él estaba
seguro de que sí iba a ser así.Su padre quería
que se dedicara a administrar los bienes de la
familia, pero el joven deseaba ardientemente
ser sacerdote. Sin embargo como ya tenía otro
hermano en el seminario, el papá le negó el
permiso para hacer estudios sacerdotales,
añadiendo que le bastaba con tener un hijo
sacerdote. Más sucedió que el hermano
seminarista murió con gran fama de santidad y
entonces nuestro joven se reafirmó en su
propósito de llegar a ser sacerdote. Y como su
padre se oponía, un día, después de escuchar
un hermoso sermón vocacional de un Padre
Escolapio se puso de acuerdo con el predicador
y se fugó de la casa paterna, dejando a su
padre una carta pidiéndole excusas por ese
atrevimiento.
El papá corrió a la casa de los Padres
Escolapios a reclamar a su hijo, pero Pompilio
le demostró tan grandes deseos de llegar al
sacerdocio y le expuso tan fuertes razones
para ello, que su padre tuvo al fin que
aceptar y lo dejó en el seminario.A los 24
años fue ordenado sacerdote y la comunidad lo
dedicó a enseñar a los niños pobres de las
Escuelas Pías (Escolapios se llaman los padres
que enseñan en las Escuelas Pías).Su salud era
muy deficiente y una tos continua lo hacía
sufrir mucho, pero a pesar de esto nunca
faltaba a sus clases y sus alumnos hacían
verdaderos progresos, muy notorios a todos.Y
entonces empezó a tener fama de ver a lo lejos
lo que estaba sucediendo en otra partes. De
vez en cuando se quedaba con la mirada fija en
la lejanía y anunciaba hechos que sucedían a
gran distancia. Un día estando en clase se
quedó mirando hacia lo lejos y dijo a sus
alumnos: "Algo grave está sucediendo a uno de
los nuestros". Luego preguntó: "¿Quién falta
en la clase?". Le respondieron: "Juan
Capretti". Se quedó un rato pensando y exclamó:
"Recemos por él, porque está en grave peligro".
Luego envió a un alumno y le dijo: "Vaya a la
casa de Juan y pregunte por él". El muchacho
llegó a la casa de Capretti y preguntó si
sabían dónde estaba. La mamá y la hija, que se
imaginaban que estaría en la escuela,
corrieron a su habitación lo encontraron
tendido por el suelo. Lo sacudieron y despertó
de un ataque. Luego contó: "Sentí un
terribilísimo dolor de cabeza y creí que me
moría. Pero de un momento a otro como que una
mano pasó sobre mi frente y recobré la salud".
Cuando el mensajero volvió a la clase a contar
lo sucedido, el padre Pompilio dijo muy
contento a los jóvenes: "Dios ha escuchado la
oración que dirigimos por nuestro amigo Juan".Su
devoción a la Sma. Virgen era inmensa. En sus
ratos libres fabricaba camándulas y las
regalaba a todos los que querían rezar el
rosario. A todos les recomendaba: "Sean muy
devotos de la Sma. Virgen María".Cuando
después de varios años de ser sacerdote, fue
por primera vez a celebrar la Santa Misa en su
casa, su madre, sin recordar lo que él había
dicho en su niñez, le preparó el altar frente
al cuadro que de niño había sacado del sótano.
Pompilio al final de la misa exclamó: "Bendito
sea Dios que me ha permitido cumplir aquellas
palabras que de niño dije al encontrar este
cuadro de la Virgen Santa en el subterráneo:
"Un día celebraré misa ante esta imagen de la
Sma. Virgen".Los superiores lo enviaron de
misionero a pueblos muy alejados, donde no
había sino campesinos y pastores pobres. El
andaba kilómetros y kilómetros y se le
gastaban mucho sus zapatos y no tenía dinero
para reponerlos. Entonces dispuso caminar
descalzo y así lo hizo por muchísimos caminos.
A quien le llamaba la atención diciéndole que
esto era indigno de un sacerdote, le respondía:
"No se afane que así andaba Nuestro Señor". Su
sotana era de lo más remendado que se
encontraba, pero así imitaba también la
pobreza de Jesús, y cumplía lo que dijo el
Divino Maestro: "Dichosos los pobres porque de
ellos será el Reino de los Cielos". Y con
estas penitencias lograba la conversión de
muchos pecadores. En Semana Santa hacía el
viacrucis al vivo y él se cargaba al hombro
una pesadísima cruz y descalzo subía a una
montaña rezando el santo viacrucis con el
pueblo. Las gentes se admiraban de su santidad
y de sus penitencias y trataban de hacer
también algunos sacrificios. Fue enviado a
Nápoles y allá predicaba muy fuerte contra los
usureros y los que en casas de compraventa
favorecen a los tramposos. Entonces los dueños
de las compraventas dispusieron inventarle
toda clase de calumnias y lo acusaron ante el
Sr. Arzobispo. Y lograron convencerlo. El
prelado les dio permiso de que llevaran la
acusación ante el rey. Y tantas mentiras
dijeron que el rey decretó que el padre
Pompilio debía ser expulsado.Llegaron los
policías a la casa de los Padres a llevarse al
Padre al destierro, pero él subiéndose a la
carroza les dijo que sin permiso del superior
no podía alejarse. Y por más fuerte que les
dieron a los caballos, no se movieron.
Entonces llamaron al Superior el cual le dijo:
"Pueden irse, Padre", y en ese momento pareció
como que les hubieran soltado las patas a los
caballos y salieron a galope.Los que lo
llevaban al destierro lo vieron suspirar y le
preguntaron: "¿Por qué suspira, por tener que
irse al destierro?". Y él respondió: "Suspiro
porque el que se inventó todas estas calumnias,
le ha tocado irse ahora para la eternidad a
dar cuentas a Dios". Y así fue. Aquel mismo
día el inventor de las calumnias murió de
repente.Y el pueblo de Nápoles hizo tantas
manifestaciones en favor del padre Pompilio,
que el rey tuvo que decretar que podía volver
a la ciudad. Pero para evitar más problemas
los superiores lo dedicaron a predicar en los
pueblos de los alrededores.Y sucedió que un
niño se cayó a un hoyo muy profundo y parecía
que se ahogaba. La mamá llamó a nuestro santo.
El se puso a rezar y el agua del pozo se fue
subiendo y sacó al niño hasta la orilla, sin
haberse ahogado.Sus milagros y prodigios eran
continuos y maravillosos. A veces se elevaba
por los aires mientras rezaba.Pero los
agotadores trabajos por la salvación de las
almas lo debilitaron y en 1766, cuando apenas
tenía 56 años, un día en medio de sus
compañeros religiosos exclamó: "Oh la Madre
preciosa. La Mamá linda viene a llevarme al
cielo". Y murió dulcemente.Quiera Dios
enviarnos muchos profesores y predicadores tan
entusiastas y fervorosos como San Pompilio,
aunque no logren hacer tantos milagros como
él.Tened fe y nada será imposible para
vosotros. (Jesucristo).
En
la tarde del 15 de julio de 1766, víspera de
la Virgen del Carmen, rendía a Dios su alma de
apóstol el santo escolapio Pompilio María.
Nacido en 1710, sintió a los dieciséis años el
llamamiento a la vida religiosa, y a raíz de
la cuaresma predicada en su patria, Montecalvo
Irpino, por el padre rector de las Escuelas
Pías de la vecina capital de Benevento,
localidades ambas de la Italia meridional,
escapó de su casa al colegio de residencia del
fervoroso predicador y le pidió la sotana
calasancia. Las razones de su buen padre, que
siguió tras él, y era notable abogado, fueron
estériles ante la firme decisión del hijo. Y
el noviciado y el neoprofesorio, con sus
estudios, no hicieron sino continuar el tenor
de vida inocente y penitente que ya en casa
había llevado. Allá, en efecto, muchas noches,
tras la disciplina y la oración mental, el
sueño se apoderaba de él en el propio oratorio
doméstico y le tendía en el pavimento, con la
cabeza apoyada sobre la tarima del altar,
hasta la mañana siguiente. Terminada la
carrera escolapia, ejerce el apostolado de la
enseñanza durante catorce años, el primero de
ellos con primeras letras en Turi y los trece
restantes, con Humanidades y Retórica, en
Francavilla, Brindis, Ortona, Chieti y
Lanciano, más la prefectura de las Escuelas y
la presidencia de la Archicofradía de la Buena
Muerte. De su apostolado entre los alumnos se
recuerdan rasgos de sobrenatural penetración.
Uno de ellos es en Lanciano. Al comenzar su
clase le advierten los chicos la ausencia de
Juan Capretti. El padre Pompilio se
reconcentra y a los pocos segundos exclama: "¡Pobre
Capretti! No puede venir porque está moribundo...
Pero no será nada. Vayan dos en seguida a
preguntar por él". Y corren dos muchachos a su
Casa con la anhelante pregunta. Sus padres se
extrañan, habiéndole oído levantarse y
creyendo que estaba en la escuela con toda
normalidad. Suben temerosos a la habitación y,
efectivamente, lo encuentran en el suelo, de
bruces, sin sentido, próximo a expirar.
Sobresaltados le levantan, le acuestan, le
llaman repetidas veces, y al fin el pobre
accidentado empieza a volver en sí,
balbuciendo entre sollozos: "¡Padre Pompilio,
padre Pompilio!". No sabía sino que, al
levantarse, había sido presa de dolores y
escalofríos que le hacían desfallecer sin
dejarle gritar. Después sólo sabía que le
había llamado su maestro y que ya se sentía
vivir. Al volver al colegio los dos emisarios
el padre tomó pie para encarecer la necesidad
de estar a todas horas en gracia del Señor. Ni
hay que añadir el prestigio de que aureolaban
al humilde padre sucesos semejantes. Pero en
aquella misma etapa docente, de 1733 a 1747, a
los dos años de ordenado de sacerdote, el
Capítulo provincial de 1736 acuerda facultarle
para la predicación de la divina palabra, sin
eximirle, naturalmente, de sus tareas
escolares; y por todos aquellos mencionados
colegios de la Pulla y de los Abruzos, en que
enseña a tantos niños y jóvenes, empieza a
enfervorizar desde el púlpito a hombres y
mujeres, destacándose como misionero de fuerza
y eficacia sorprendentes. Pronto merece el
dictado de apóstol de los Abruzos, tras
intervenciones maravillosas que impresionan a
poblaciones enteras. En el mismo Lanciano,
último de los colegios de esta etapa, cercana
ya la hora de medianoche, Pompilio sale una
vez de su habitación, abre la puerta de la
iglesia, sálese a las calles vecinas y empieza
a clamar despertando a los despreocupados
durmientes, para que se levanten todos y
acudan al templo, pues él inmediatamente les
va a predicar. Hasta hace lanzar a vuelo las
campanas llamando a sermón. Ante tamaña
novedad todo Lanciano se alborota y se
arremolina en torno al púlpito del apóstol. Y
el santo vidente les anuncia estremecido que
un horrendo terremoto se va a dejar sentir en
toda la comarca, pero que ellos no teman, pues
su celestial Patrona la Virgen del Puente
intercede de manera singular por la afortunada
población. En efecto, aún está hablando cuando
un ronco fragor subterráneo, que avanza desde
la lejanía, hace temblar el suelo y vacilar
los edificios, oprimiendo de espanto y
crispando de nerviosismo a la totalidad del
auditorio. Afortunadamente, el seísmo se
desvía, y un respiro de alivio sucede al
agobio. La alarma del Santo no ha sido vana.
La explosión de gratitud tras la oleada de
terror es confesión colectiva del fruto de
aquellas vigilias, henchidas de proféticas
visiones, en que el santo predicador, cual
otro Abraham, participa en la mediación y el
secreto de los castigos y de las
condescendencias divinas. Segunda etapa en la
vida escolapia de San Pompilio es su estancia
en Nápoles por otros doce años, 1747-1759.
Tanto en el colegio de Caravaggio como en el
de la Duquesa, ambos en la capital del reino
napolitano, hallará campo más vasto para su
celo. Desde Lanciano había solicitado del Papa
el título de misionero apostólico. Benedicto
XIV no le contestó; pero intensificó las
misiones en las Dos Sicilias, en tanto que los
superiores de la Orden desligaban a Pompilio
de la tarea de la enseñanza para dedicarle
plenamente a capellán permanente, predicador
cotidiano y a confesor continuo de chicos y
grandes en la iglesia de los respectivos
colegios. Y en tal ambiente, y como director
de la Archicofradía de la Caridad de Dios, se
entrega a una vida apostólica fervorosísima,
que Dios sella con incontables y sorprendentes
prodigios. Tal vez hace falta en Nápoles un
revulsivo así, cuando el regalismo de Tanucci,
ministro del rey Carlos, el que luego en
España será Carlos III, amenaza a la Iglesia
en el reino no menos que el jansenismo de los
capellorini. Una madre acude un día a la
iglesia de Caravaggio con el inaplazable
problema de que se le ha caído su hijito a un
pozo. Pompilio se compadece, parte con ella
hasta el brocal, hace la señal de la cruz, y
en los procesos consta la maravilla de que el
nivel de las aguas empieza a subir, como si el
pozo las regurgitara, hasta que aflora el niño,
ileso y sonriente, al alcance de la mano de su
madre enloquecida. Una penitente del
taumaturgo sufre los malos tratos de su marido,
hombre vicioso y de áspera condición. Se
encomienda a las oraciones de su confesor y
experimentan las cosas tal cambio que hasta el
esposo invita a un paseo por el campo el
próximo domingo a su antes odiada mujer. Corre
ella a contárselo al confesor, pero éste, sin
darle total crédito, la pone en recelo y la
aconseja que le llame, si llega a verse en
peligro. Realízase lo del paseo dominical, mas
ya en pleno campo el pérfido consorte saca un
cuchillo y trata de asesinarla; pero, al
invocar ella al padre Pompilio, aparece su
figura demacrada y austera, arrebata el arma
al asesino y le increpa de tal forma que cae
de hinojos compungido y con promesa de
confesión. Va, efectivamente, a confesarse a
la mañana siguiente con el propio San
Pompilio, y éste le muestra el consabido
cuchillo. Pero lo más notable es que, a la
hora precisa del frustrado atentado, el Santo
estaba en público, en el púlpito de su iglesia,
e interrumpió unos momentos su sermón, como
abstraído en otra cosa, y lo continuó después
sin aludir a nada. No tardó en saberse todo y
quedó depuesto en los testimonios procesales.
La bilocación no es fenómeno desconocido en
las vidas de los santos. Más tierno y humano
fue el incidente del sermón del 17 de
noviembre de 1756. Lo interrumpió en el
momento más inspirado de un párrafo vibrante;
permaneció mudo unos minutos, que al
expectante público parecieron eternos, y a
continuación explicó: "Suplico un requiem
aeternam por el alma bendita de mi madre, que
en este instante acaba de fallecer". Y así
innumerables hechos asombrosos. Mas la
santidad no se prueba en los prodigios, sino
en la tribulación y el sufrimiento. ¿Fue
política externa de regalismo? ¡Fue política
interna de separación de provincias entre la
Pulla y la Napolitana? ¿Fueron —y es lo más
probable— maquinaciones de los capellonni
jansenistas que chocaban con las
misericordiosas benignidades del confesonario
del padre Pompilio? Lo cierto es que tanto del
palacio real como de la cancillería arzobispal
salieron órdenes a principios de 1759
suspendiendo del ministerio y desterrando del
reino al taumaturgo de Nápoles. Los caballos
de la calesa que le llevó primero al colegio
de Posilino no quisieron arrancar hasta que el
padre rector dio por obediencia la orden al
propio desterrado. Consumado el primer paso,
llegó de Roma el destino a Luga, en la Emlia,
y a Ancona, en las Marcas, regiones centrales
de Italia con colegios que no eran de la Pulla
ni de Nápoles. De cuatro años fue esta que
podemos llamar tercera etapa de la vida
apostólica de San Pompilio, ni menos fervorosa
ni menos fecunda que la de Nápoles o los
Abruzos, y avalada además con la resignación y
humildad con que abrazó toda obediencia. Pero
el Señor dispuso su rehabilitación con la
vuelta triunfal a Nápoles, el rectorado de
Manfredonia, el apostolado en su ciudad natal
de Montecalvo y el rectorado con el magisterio
de novicios en Campi Salentino de la Pulla,
donde brillaron sus últimos destellos y dejó
con sus huesos la ejemplaridad de su santísima
muerte. Por cierto, aquí revivió la figura del
entero escolapio con sus preocupaciones
docentes y hasta haciéndose cargo provisional
de la escuela de los pequeñines. Pero no hay
que omitir el doble carácter de externa
austeridad y de dulzura interior que tiene las
dos caras de la espiritualidad pompiliana. En
pleno siglo XVIII, el de Voltaire y Rousseau,
del enciclopedismo y del regalismo, del
iluminismo y racionalismo, pródromos de la
Revolución Francesa, San Pompilio predicó
principalmente de los Novísimos o Postrimerías
con los acentos de un San Vicente Ferrer, y
plasmó la devoción a las almas del purgatorio
en prodigios que pueden parecer ridículos al
contarlos, pero que dejaron honda huella de
pasmo y terror en los testigos presenciales al
realizarse, como el rezar el rosario
alternando con las calaveras de la cripta o
carnerario de la iglesia de Caravaggio, o
saludar y recibir contestación verbal de los
esqueletos del cementerio de Montecalvo, y no
en forma privada, sino ante multitudes. Por
otra parte, su devoción a la Virgen obtuvo
coloquios como el del Ave María contestado con
un "Ave, Pompilio" de parte de la Mamma
bel-la, como él llamó siempre a Nuestra Señora,
y el bel-lo Amante fue el Corazón de Jesús,
cuya devoción propagó con tantos favores y
prodigios como Santa Margarita María de
Alacoque. Fue, pues, San Pompilio una
llamarada de sobrenaturalismo en los momentos
mismos en que empezaba el intento de
descristianización de los siglos XVIII y XIX
de la Edad Moderna.